jueves, 16 de julio de 2020

Cómo el confinamiento ha cambiado mi forma de ver la vida


Es curioso cómo una cree que se conoce a sí misma en base a determinados prejuicios, y cómo estos se caen por su propio peso cuando la vida te hace vivir situaciones límite. Es lo que me ha pasado a mí durante esta crisis sanitaria en la que se nos obligó a confinarnos en nuestras casas.

Yo antes estaba empeñada en que era una urbanita. Me había pasado toda la infancia y pubertad sufriendo los abusos de gente simplona e intolerante que, a mi juicio, no existiría (o no existirían tantos) en una ciudad. Ya se sabe lo que dice el refrán: "pueblo pequeño, infierno grande". Eso es lo que supuso para mí mi pueblo: un verdadero infierno.


Cuando salté a la universidad en Oviedo y vi que ya nadie se metía conmigo, que la gente iba a su bola y que había más personas con otras estéticas (en el instituto yo era indie y luego en la universidad me volví friki) creí que yo sólo podría ser feliz en un piso en medio de la ciudad rodeada de muchos libros y cómics y frecuentando pubs de ambiente alternativo. 

Poco a poco fui madurando y cambié mi interés en el próximo Salón del Manga por tiendas bonitas y museos. Entonces mi interés era vivir en medio de una gran ciudad para poder estar en contacto con la historia, el arte y la estética más refinada. Quería estar lo más metida posible en el ballet, los museos, los parques y jardines y los palacios decimonónicos.


Todo esto pensaba yo hasta que se decretó el confinamiento. Tenía que estudiar y yo, en lugar de añorar los centros comerciales o las cafeterías bonitas, sólo deseaba hacer una cosa: trabajar la tierra. Sembrar, derromper, sayar, recoger. También eché la compañía de mascotas más de lo que ya la echaba de normal. Y tener un gallinero, porque las gallinas son unos de mis animales favoritos. Y todo eso no se puede tener en un piso, ni siquiera en uno con terraza.

Tras en confinamiento, no podía quitarme de la cabeza mis planes de que un gallo me despertase por la mañana y de fotografiar las flores de mi jardín. Como no podemos ni queremos retomar la vida donde la dejamos tras el confinamiento, nos vamos a vivir varios días al piso vacío que tiene mi pareja en medio de una ciudad pequeña en la que vive. 


Pero se venía dando un fenómeno extraño del que no me di cuenta hasta que no se repitió cuatro veces: cuando llegaba al piso a pasar unos días, estaba contenta y optimista, pero según pasaban los días, me iba deprimiendo sin motivo. ¿Cuál es la razón? Ocurre que dos ventanas del piso dan hacia el norte y que enfrente hay un edificio bastante alto, la de la cocina de a una estrechez y se ha de encender la luz hasta de día, y la única estancia iluminada es la de la habitación principal que da a un patio de luces muy amplio, y que es a donde iba a menudo a pasar el rato sin saber muy bien el por qué.

La falta de luz me afecta mucho, y se me hace insufrible pasar tiempo en ese piso, aunque esté a gusto con mi pareja y libre de preocupaciones serias. Teníamos pensado pasar varios años viviendo ahí hasta que encontrásemos algo mejor, pero ahora estamos seguros de que ese sitio nos amargaría la vida. Entonces confirmamos lo que veníamos pensando: que no estamos hechos para vivir en un zulo oscuro pegados a la pantalla de un ordenador, sino que ansiamos la libertad y la luz que la vida en la naturaleza nos pueda dar. Esto es lo que el confinamiento en mi casa y el post-confinamiento en un sitio oscuro y triste me han enseñado de mi misma.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡Gracias por tu comentario!